La ciudad es un reloj

El cielo se pone rosado a esta hora, estoy en mi nuevo departamento (si se le puede llamar departamento a esto), estoy arriba de todo: arriba de los hombres tullidos, de los bultos que duermen en la boca del metro y piden cigarrillos a los peatones, arriba de las viejitas con cabello de Octavio Paz que caminan por la calle acompañadas de otras viejitas todavía mayores. Arriba de los colectivos, de los taxis, mucho más arriba del metro -subte-, del pasaje donde venden choripanes. Estoy arriba y los veo pasar, hechos una manada, un montón de ovejas que cruzan la calle. (Ahora el cielo es de un color cielo, un color que no sé cómo llamar, más al rato la ciudad de la furia se teñirá de rojo)

Buenos Aires es un reloj. La una, las dos, las tres. Las seis de la tarde y abajo, la gente se mueve como un complicado mecanismo: a las ocho de la mañana la calle se poblará de Borges apócrifos que aplanan la ciudad con sus pies de vejestorios. Las siete y las luces se prenden al unísono. Cucú suena la ambulancia que pasa perseguida de un montón de bocinas, la ciudad es un reloj perfecto que siempre está andando.